Son las 7 de la mañana, como cada día Alexa me despierta con una canción bien cañera para empezar con energía, las persianas se elevan y mi escucho como mi cafetera comienza a preparar el café que tanto necesito. Será momento de levantarse, ¡un nuevo día comienza!
Ya estoy lista para ir al cole, cojo el ordenador, la tableta, mi reloj y las gafas inteligentes con las que tenemos que dar las clases… Me miro en el espejo antes de irme y pienso ¿en qué momento he pasado en necesitar únicamente mi smartphone a tener tecnología hasta en mis zapatillas?
Llegamos
al cole, el escáner facial nos reconoce y nos permite entrar. Una vez en el
aula, nos ponemos las gafas inteligentes que nos permiten dar la clase y corregir
los ejercicios de los alumnos sin tener que ir a sus mesas.
En el
pupitre de cada alumno, los niños tienen su teclado proyectado y una pantalla
transparente en la que pueden ver sus escritorios y además pueden ver al docente.
¡Madre mía! Como ha cambiado la educación desde que yo empecé a dar clase, lo
más innovador que encontrábamos en las aulas era una PDI o, en ocasiones
especiales, teníamos una tableta para hacer alguna actividad.
Lo que
más añoro son los pasillos llenos de niños correteando de aquí para allá, subiendo
y bajando por las escaleras, es decir, la vida que generaban los niños y las
niñas en el centro cuando no estaban tan centrados en sus dispositivos electrónicos.
Pero lo
que más me gusta de la educación de hoy en día, es que gracias a estos avances tecnológicos
en la educación uno de mis alumnos, que pasa largos periodos hospitalizado,
puede seguir las clases y, además, tiene contacto virtual con sus amigos y
amigas. Aunque dentro de muy poco vamos a acabar con esta enfermedad y ya no tendremos
ningún hueco vacío en clase.
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